domingo, 26 de octubre de 2008

DARK KNIGHT: MÁS OSCURO DE LO QUE PENSÁIS


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Lo diré sin rodeos: El Caballero Oscuro es la mejor película de superhéroes que se ha hecho y quizás también la mejor basada en un personaje de comic, aunque en esa categoría tenga más competencia. Si obviamos todas las pleitesías comerciales de este tipo de películas (y entiendo que haya espectadores que sean incapaces de hacerlo), nos queda un profundo estudio sobre la naturaleza humana de honda raíz hobbesiana en forma de thriller tan sucio y desolador que nos hace pensar en los mejores momentos del cine de Sydney Lumet.

Tras la deplorable etapa de Joel Schumacher, Christopher Nolan fue el elegido para relanzar a Batman en la gran pantalla. La idea era hacer un Batman más oscuro, en la línea del revolucionario trabajo realizado en comic por autores como Alan Moore, Frank Miller y Grant Morrison. El resultado fue Batman Begins un producto digno que no daba más de sí por querer contar demasiadas cosas y caer en los clásicos defectos de este tipo de películas: demasiados personajes infradesarrollados y exceso de protagonismo de los gadgets (hay que ver el daño que hacen las imposiciones del product placement y el merchandising). Sin embargo, el éxito de crítica y taquilla le dieron mayor autonomía para rodar la siguiente entrega de las aventuras del Hombre Murciélago. Y vaya si se aprovechó de ello.

Es sorprendente cómo el director de Memento ha sacado adelante en el Hollywood de hoy en día una obra de mensaje tan radical, crítico y oscuro como El Caballero Oscuro. Es lo bueno del capitalismo: si vendes da igual lo que digas. A los ejecutivos lo único que les interesa es que la película funcione en taquilla y en los mercados secundarios. Y Nolan les da lo que quieren. Explosiones vistosas, persecuciones espectaculares, algo de amor y buenas dosis de acción. ¿Queréis vender muñequitos? Pues sacamos episódicamente al Espantapajaros y cambiamos a Batman de traje para dejar obsoletos los muñecos anteriores (y de paso que pueda girar la cabeza de una vez por todas). También sacaré una batmoto tan chula que no habrá freaky que se resista a comprar su réplica. Y no me olvidaré del product placement de rigor: el móvil, la cazadora, la moto y el coche deportivo. Todo está ahí, pero Nolan aprende de sus errores en Batman Begins y lo introduce sin que moleste demasiado y hasta con cierto sentido para hacer progresar la historia y contar lo que quiere contar (estoy pensando, por ejemplo, en la historia de amor).

El Caballero Oscuro es una película de tesis. Nolan trata de demostrarnos la famosa teoría de Thomas Hobbes que dice que el hombre es un lobo para el hombre. Con tal fin nos presenta un gran experimento social que tiene por objetivo testar los paradigmas enfrentados de Hobbes y Rousseau sobre la naturaleza humana. El maestro de ceremonias de dicho experimento es el Joker (Heath Ledger, en una buena interpretación que abusa demasiado del tic como para que se pueda considerar brillante), ferviente defensor de la hipótesis de Hobbes de que el más modélico de los ciudadanos sólo actúa como tal por miedo a las consecuencias. Al otro lado del cuadrilátero, y representando sin demasiada convicción el punto de vista rousseauniano de que el hombre es bueno por naturaleza, tenemos a Batman. El escenario de dicho experimento será doble: el individual y el colectivo.

El colectivo se desarrolla en Gotham City, una ciudad azotada por el crimen y la corrupción de sus instituciones, un caldero en ebullición a punto de desbordarse. El propósito del Joker es que se desborde; llevar la ciudad al caos y así reinstaurar un estado natural sin leyes ni autoridad donde el hombre acabe mostrando su verdadera naturaleza, la de un ser egoísta que sólo actúa motivado por el propio interés. El guión(escrito al alimón por Christopher y su hermano Jonathan) resuelve cada nudo de la trama con una victoria del Joker y una corroboración de las teorías de Hobbes. Ya en el principio de la película vemos como ante la incapacidad de las fuerzas del orden para mantener la seguridad la gente se toma la justicia por su mano y recurren abiertamente a la violencia (recordemos las dos primeras escenas de la película: en una el director de un banco trata de impedir su robo con una recortada, y en la siguiente imitadores de Batman se enfrentan a dos bandas de delicuentes). A continuación, ante la amenaza del Joker el pueblo de Gotham da muestras de su egoísmo exigiendo la entrega de su otrora héroe, Batman, exigiendo su entrega. Pero probablemente el mejor ejemplo es la que quizás sea la escena más brillante de la película, de un maquiavelismo sublime: la de los ferries. Aquí los Nolan dejan bien patente como sin un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo, los seres humanos, movidos exclusivamente por su propio interés y autoconservación, rápidamente caen en un estado de guerra de todos contra todos.

Por supuesto, antes de que eso ocurra las fuerzas del orden de Gotham City hacen todo lo posible para evitar el caos. Si el mantenimiento del orden (o en su defecto, de su apariencia) en un mundo que tiende naturalmente a la entropía (desengañémonos: no hay ninguna mano invisible que conduzca las cosas naturalmente al orden, por mucho que muchos economistas y políticos así lo crean) sólo se puede lograr mediante mecanismos de coacción e imposición, habrá que determinar cuáles son adecuados y cuáles no, algo especialmente relevante y polémico en los tiempos que corren. La “no violencia”, el objetivo más deseado de nuestra sociedad, no significa ausencia de coacción sino solamente ausencia de coacción no autorizada. Por ello un orden social “no violento” es casi una contradicción en sus propios términos. Pocos de los métodos a los que recurren los guardianes del orden en la película son intachables, especialmente los de Batman, un vigilante al margen de la ley que goza del beneplácito y la colaboración de la policia, el alcalde y el fiscal del distrito y que recurre sin titubear a la tortura, a la coacción y al secuestro y no entiende de fronteras ni de derecho a la intimidad. La legitimidad y la ilegitimidad las define el poder como bien sabemos por casos tan deplorables como el de Guantánamo.

Pero al Joker no le basta con el experimento colectivo, precisa de un un cobaya para llevarlo al terreno individual. Y elige al nuevo fiscal del distrito, Harvey Dent, calificado por la prensa como el Caballero Blanco por su cruzada personal para erradicar el crimen en Gotham City. Un paladín que lucha desde la legalidad, desde el sistema, sin más poderes que los que le otorga su condición de funcionario público. Harvey Dent, el único personaje auténticamente íntegro de la película, es un muñeco de trapo por el que se pelean Batman y el Joker. Para el Joker, Dent es el candidato perfecto para demostrarnos (como ya nos contara Alan Moore en la gran historia sobre el Joker La Broma Asesina) que la única diferencia entre él y nosotros es un día lo suficientemente malo y que el orden y el control sobre nuestras vidas son quimeras inalcanzables (recordemos que Dent es una persona que no cree en el azar y se cree el dueño de su destino, lo que demuestra con su moneda de dos caras idénticas). Batman, en cambio, no es opuesto al Joker, sino complementario, ambos se necesitan como la oscuridad necesita de la luz para definirse por oposición (otro apunte sacado de los comics La Broma Asesina de Moore y El Señor de la Noche de Miller al que ya aludiera el Batman de Tim Burton). Para Batman/Bruce Wayne, Dent representa la posibilidad de poder colgar la máscara y ser por primera vez una persona normal, con derecho a amar y por eso le apoya más que por altruismo (me vuelvo a referir a la historia de amor que es especialmente perversa). De nuevo el egoísmo psicológico de Hobbes y la ambigüedad moral como protagonistas de un guión profundo y sólido como pocos.

En un final brillantemente consecuente con el resto de la historia, la única solución que les queda a los guardianes del orden para evitar que el triunfo del Joker salga a la luz y mantener la apariencia de orden es mentir. Al fin y al cabo, la verdad es una mentira compartida y Batman ya estaba en el lado oscuro.


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viernes, 17 de octubre de 2008

PRODUCTOS DE LA SOCIEDAD DE CONSUMO: DE OBJETOS DE DESEO A OBJETOS DE DESECHO

Risto es un gurú. El impertinente y prepotente miembro del jurado de Operación Triunfo me ha iluminado. Un día, movido por el morbo, me dispuse a presenciar el escarnio al que el publicista somete a los concursantes. Además les obsequió con la siguiente reflexión: “Sois todos productos de un supermercado y cada semana millones de personas entran en ese lineal para saber si os compran o no”. Al principio me pareció aborrecible la analogía entre personas y bienes de consumo pero luego caí en la cuenta: No sólo ellos son productos. Tú eres un producto. Yo soy un producto. Todos somos productos.


Lo de los Triunfitos no se le escapa a nadie. Productos de baja calidad, de usar y tirar, cuya vida útil no pasa de unos meses. Pero ¿y nosotros? ¿Podemos ser tan fácilmente cosificados como ellos? Absolutamente. Una de las características más determinantes de nuestra sociedad es la reducción de los sujetos a objetos.


La sociedad de consumo es cada vez más prevalente. Su filosofía y sus valores rigen nuestras vidas. Como denuncia el gran sociólogo Zygmunt Bauman, “consumir significa invertir en la propia pertenencia a la sociedad, lo que en una sociedad de consumidores se traduce como ser vendible”. Compro luego existo. Consumir es lo que nos identifica como miembros de la sociedad, lo que aumenta nuestro valor dentro de la misma y lo que mueve la economía y el sistema. La filosofía de la futilidad de Chomski es tan central en nuestras vidas que es casi imposible sustraerse a ella.


Nada ni nadie escapa a esta lógica mercantil. La caricatura de la fashion victim marcada como una res en todo lo que lleva puesto o del yuppie alardeando de símbolos fálicos en forma de coche deportivo o teléfono móvil de última generación son sólo la punta llamativa y chabacana del iceberg. Si nos fijamos en los anuncios que lleva esta revista nos daremos cuenta que el mercado también ha colonizado la espiritualidad y otros espacios interiores. Cursos, libros y todo tipo de productos que van del quiromasaje a la quiromancia y de la psicología gestalt o la reflexología podal nos hacen la misma promesa que el último perfume de Calvin Klein: son la solución de todos nuestros problemas. Hasta el agua bendita se vende: H2Om es una marca americana que, basándose en las investigaciones de Emoto, vende el líquido elemento cargado de buenas intenciones como salud, gratitud o poder de voluntad (sic). Y todo producto está sujeto a modas: Ayer era el budismo, hoy el sufismo, y mañana el gnosticismo. ¿Aún estás con la meditación Vipasana? Qué pasado estás. Hoy lo que se lleva es la Big Mind.

Pero la última vuelta de tuerca ha sido reconvertir al consumidor en producto. Si evaluamos los productos por su capacidad de aumentar nuestro valor de mercado, nos estamos considerando productos a nosotros mismos. Los miembros de la sociedad de consumo son a la vez mercader y mercancía, sujeto y objeto. Sujetobjetos puede ser un buen palabro para definirlos.


Probablemente el primer signo de esta tendencia fue el llamado marketing personal. Se trata de la aplicación de los principios del marketing al ámbito laboral. Quien más, quien menos se ha sentido mercancía cuando ha tenido que buscar trabajo. Pues bien, los teóricos de esta disciplina convierten dicha metonimia en deseable en base al razonamiento de que en un mercado de trabajo hipercompetitivo, es necesario diferenciarse y venderse apropiadamente, es decir, convertirse en un producto atractivo para los empleadores.


El imperativo del famoso gurú empresarial Tom Peters, Brand you! es fácilmente extrapolable a todos los ámbitos de nuestra vida. Todos anhelamos ser aceptados y, mejor todavía, deseados. Todos quisiéramos ser tan imprescindibles como Coca Cola, tan deseados como Ferrari o tan atractivos como Apple. Todos ansiamos ser un bien escaso por el que se peleen los demás.


El primer paso para triunfar como producto es mejorar nuestro packaging. No basta con llevar una ropa o un perfume determinado. El sujetobjeto debe aspirar a un cuerpo único y perfecto. Hoy un cuerpo sin tunear (mediante estética, tatuajes, piercings, etc.) empieza a ser signo de dejadez e inadecuación social. Y luego despotricamos de las costumbres bárbaras de las mujeres jirafa.


El segundo paso es publicitarnos adecuadamente. Todos tenemos blog, fotolog, o perfil colgado en algún sitio de Internet. Échenle un vistazo a las redes sociales de Internet (Badoo, Meetic, Myspace, Facebook, LinkedIn). Se trata de auténticos supermercados de personas en los que cada usuario expone sus mejores atributos.

En realidad, no estamos hablando más que de nuevas formas para las viejas estrategias de reclamo y apareamiento. Lo realmente novedoso de la reducción de la persona a producto es el vuelco que le da a las relaciones humanas asemejándolas cada vez más a relaciones mercantiles.


Si utilizamos estrategias de marketing para “vendernos”, es lógico que queramos recurrir a estrategias de consumo en nuestra interacción con los demás. Son mucho más atractivas las transacciones seguras y de responsabilidad reducida que tenemos como consumidores que las complejas y engorrosas relaciones humanas. De nuevo Internet es el ejemplo perfecto de esta nueva forma de socialización: miramos sin ser vistos, revelamos lo que nos interesa, tenemos el control. Sin riesgos ni molestas interacciones interpersonales definimos los criterios de nuestra pareja ideal y ya sólo queda esperar en la comodidad de nuestra habitación si la transacción se consuma. Si algo sale mal, te desconectas y punto. El anuncio televisivo más reciente de Meetic, la red de contactos sentimentales, se basa en una garantía de servicio muy clara: “Enamórate o te devolvemos el dinero”.


Otra de las características de las nuevas relaciones humanas es su precariedad. Si antes eran importantes valores como la durabilidad y nuestra relación con los objetos era a largo plazo, la modernidad líquida definida por Bauman se basa en el cambio incesante. Las citas de Heráclito "Todo cambia, nada es permanente" y "No te bañaras dos veces en el mismo río" nunca fueron más ciertas pues el capitalismo es una máquina entrópica que vive del cambio. El reloj que pasaba de padres a hijos como el bien más preciado, hoy es rápidamente desechado por obsoleto y anticuado y los álbumes de fotos familiares que se guardaban en el desván como preciados tesoros de la inmortalidad de nuestra estirpe hoy son sustituidos por archivos informáticos fácilmente borrables en el caso más que probable de que la familia se deshaga. Y es que con la misma asiduidad y desapego con que cambiamos de teléfono móvil cambiamos de familia o trabajo. Todo lo viejo no sirve, hay que tirarlo: las parejas, los padres, los empleados. La sociedad del deseo se está convirtiendo en la sociedad del desecho[1]. Los objetos de deseo devienen objetos de desecho con cada vez mayor rapidez. Nos desprendemos sin el menor miramiento de todo lo que ya no nos satisface. Y el hecho que las personas se hayan convertido en objetos de consumo nos exonera de cualquier responsabilidad hacia ellos. El superior puede despedir al subordinado y el novio dejar a la novia sin remordimiento alguno. En un mundo centrado en la espiral deseo-consumo-desecho no hay lugar para sentimentalismos. De hecho, bajo la nueva lógica, deshacerse de algo o alguien no debe lamentarse sino celebrarse como una oportunidad de nuevas experiencias, nuevos placeres y nuevas aventuras.


La desvalorización de la durabilidad acarrea el debilitamiento de las relaciones humanas, la fragilidad de los vínculos y la erosión de valores otrora tan importantes como la responsabilidad, la fidelidad y el compromiso. En un mundo tan individualista los lazos entre personas deben apretar lo menos posible (¿se imaginan a sus padres pronunciando la frase comodín de nuestros tiempos “necesito más espacio”). No es rentable invertir en la formación de los trabajadores o en su fidelización, cuando hay una cola de desempleados ávidos de un puesto de trabajo a sueldo inferior. De hecho, lo más fácil es cerrar la empresa directamente e ir a otro país donde los sueldos y los derechos de los trabajadores sean menores. Para qué tratar de arreglar una relación problemática si es más fácil y excitante buscar una nueva. El cambio (de pareja, de empleo, de lugar de residencia) ha pasado de ser considerado un signo de fracaso a algo aplaudido por lo que indica de flexibilidad, dinamismo o asertividad. Hoy nadie en sus cabales pronuncia en serio las palabras “hasta que la muerte nos separe”, del mismo modo que nadie espera un empleo de por vida. Y es que ni nuestra identidad es estable. Vivimos bajo la presión de reinventarnos constantemente a nosotros mismos. Hay que cambiar antes de que nos cambien por otro. Enterramos el yo pasado y renacemos bajo una nueva forma, con unos nuevos labios, un nuevo ordenador portátil y hasta una nueva familia desestructurada. Somos los hombres de las 1000 caras y las múltiples vidas.

Nuestros padres vivían en un eterno futuro. Deseaban posesiones que perduraran al paso del tiempo y pudieran pasar de generación en generación (símbolos de inmortalidad, que diría Wilber): terrenos, casas, joyas, etc. Siempre había que pensar en el mañana, un futuro tan huidizo que nunca llegaba: ahorraban para pagar el piso, luego el coche, luego los estudios de los niños y luego la vejez. El futuro les impedía disfrutar el presente. En nuestro caso, el cambio y la precariedad que nos rodean nos hace vivir en un eterno presente de perpetua insatisfacción y deseo insaciable. Algunos hasta tratan de enmascarar nuestro individualismo y egoísmo con ínfulas de espiritualidad mal entendida. El momento presente es lo único que importa. Carpe diem, caiga quien caiga. Ése es el secreto de la felicidad.


La trampa del sistema es que tras sus promesas de satisfacción y felicidad, su verdadero objetivo es nuestra insatisfacción. Un individuo satisfecho es indeseable por que para de consumir. Hay que tentarle constantemente con nuevos productos, nuevas experiencias, nuevas sensaciones. Nuestra felicidad es cada vez más elusiva y transitoria. El conformarnos con lo que tenemos (o lo que somos) es sinónimo de indolencia y pereza y, por ende, execrable. Somos como zombies hambrientos e insaciables. El sistema nos educa y entrena durante toda nuestra vida en esa forma de pensar y de actuar. Para ser atractivo y deseable, el sujetobjeto debe siempre aspirar a ser más y tener más.


La ventaja más clara de estos tiempos postmodernos es que tenemos más libertad que nunca. Tantas opciones entre las que escoger, tantas experiencias por tener. Si la felicidad es el equilibrio entre la libertad y el orden, la balanza se ha inclinado a favor de la libertad. Pero esa libertad también puede ser una cárcel. La libertad se ha convertido en la obligación de elegir. La presión de tener que elegir constantemente, la multiplicidad y fugacidad de los objetos de deseo, la incesante repetición de ensayos y errores son agotadores. El orden puede ser rutinario, asfixiante y aburrido. Pero el orden da seguridad y en el mundo actual hay pocas cosas que podamos considerar seguras y fiables. Vivimos con la Espada de Damocles sobre nuestras cabezas, sin saber qué nos depara el mañana. Tanta incertidumbre tiene su coste psicológico en forma de ansiedad, depresión y estrés. Nuestros viejos envidian la libertad de que gozamos y nosotros envidiamos la seguridad que tenían sus vidas. Si, como afirmaba Aristóteles, la virtud está en el término medio… ¿por qué nos vamos siempre a los extremos?


Todo cambia pero todo sigue igual. Siempre acabamos en la casilla de salida, listos para empezar una nueva partida. Al final el consumidor es consumido.



[1] Una de las acepciones de consumir, según la RAE, es destruir, extinguir. Bajo esta perspectiva resulta inquietante pensar qué vivimos en la sociedad de consumo.