“Sirat” tiene todos los ingredientes que hacen salivar a un crítico o a un cultureta gafapasta en plena orgía festivalera: denuncia social vestida de alegoría, atmósfera que suda apocalipsis por cada plano, trance electrónico chamánico, narrativa posmoderna enigmática y personajes tan lacónicos que uno duda si están iluminados o simplemente no saben qué decir.
El problema es que, mientras algunas capas brillan como un
diamante meticulosamente pulido, otras quedan toscas, con aristas romas y
grietas. Lo que apasiona a Oliver Laxe —el concepto, la crítica a
la sociedad occidental, la estética del colapso, la atmósfera—
lo trabaja como si fuera la piedra filosofal del cine de autor. El resto lo
deja en bruto. Y claro, si tallas una gema solo por algunas caras, lo que
obtienes no es un diamante: es una piedra a medio pulir que brilla solo si la miras desde el
ángulo correcto… y con fe.
El mensaje de fondo es potente. Occidente bailando techno mientras
todo arde a su alrededor. Ravers en trance sobre un campo de minas divirtiéndose
hasta la muerte. Grandes metáforas de Occidente y de nuestra sociedad capitalista.
El agujero negro de Sirat son sus personajes. Porque
¿quiénes son esas figuras a las que les ocurren tantas tragedias? ¿Qué desean? ¿Qué piensan?
¿Cómo cambian? No lo sabemos. Y es que con un guion cuya frase más larga es “pásame
el martillo”, no es de extrañar. Salvo el niño —que nos toca por puro reflejo
biológico—, el resto de personajes nos importa un bledo. Son meras siluetas
simbólicas, criaturas de cartón piedra envueltas en polvo y dolor. Bellos en su
feísmo, sí, pero incapaces de despertar empatía. No son personas: son figurantes
de un anuncio posmoderno de ONG. Tomemos como ejemplo a los raveros a los que
se une Luis. ¿Cuál es la postura de Óliver Laxe frente a ellos?: ¿Los critica
por frívolos o los celebra como alternativa espiritual y contracultural? ¿Son
el síntoma de la decadencia o su posible cura? Respuesta: ns/nc. Seguro que
Laxe dirá que lo deja abierto para que el espectador reflexione. Yo digo que no
se ha molestado en ponerle bisagra a la puerta.
Y cuando la profundidad de los personajes no se trabaja, lo
única alternativa para conmover es el golpe de efecto. Así, Sirat se
convierte en una especie de slasher indie construida a base de traumas
acumulativos: tragedia, planos contemplativos, nueva tragedia y vuelta a
empezar con hilo musical de música electrónica. Pero que algo te impacte no
significa que esté bien narrado. Es como quien quiere que le des la razón a
base de romper la vajilla; no te convence, te chantajea. En ese sentido, Sirat
es manipuladora hasta la médula.
Y así llegamos al clímax, ese momento de supuesta revelación
donde Luis (un Sergi López que hace milagros con lo que le dan) cruza el famoso
"sirat", ese puente mítico que separa el infierno del paraíso en la
tradición islámica. Estrecho como una hoja de cuchillo, frágil como un
pensamiento. Cruza porque ha cambiado, porque ha aprendido algo. Ha completado
su arco (Ahí Laxe no es tan iconoclasta y tira de ortodoxia de guión). ¿Pero qué ha
aprendido exactamente? Pues al parecer, que hay que dejarse llevar. ¿Zen?
¿Nihilismo ilustrado? ¿Simple resignación? Ni idea. Volvemos a la desidia de
Laxe con las partes de su piedra preciosa que no le interesan: para que ese
arco funcione, deberíamos haber visto a un personaje que al principio intenta
controlarlo todo y que aprende a dejarse llevar. Pero el Luis controlador aparece
menos en la película que su hija (el McGuffin de la historia, porque cómo va a
encontrar a Mar en medio del desierto). Lo único que recuerdo sospechoso
de exceso de control es desconfiar inicialmente de unos desconocidos en un entorno
hostil y proteger a su hijo diciéndole que se aleje del abismo y se meta en el
coche. Y yo a eso no le llamo ser controlador. Le llamo tener sentido común.
Así que el gran puente simbólico que sostiene la historia,
ese sirat tan cargado de significado, se viene abajo. Porque un puente sin
cimientos bien construidos no es una vía de paso: es un decorado. Muy
instagrameable, sí. Pero no te pongas encima que no va a aguantar tu peso.
Y, sin embargo, hay que reconocerle méritos. Sirat me
ha hecho pensar, discutir y escribir este texto. Me ha dado una excusa para
preguntarme por qué una película con cosas tan buenas acaba dejándome más frío
que una rave a la que a la que no llegué a ir. Y la respuesta es que el cine,
como ese puente frágil entre el caos y el sentido, no se cruza solo con
estética ni con metáforas. Se cruza con personajes. Con alma. Y cuando eso
falta, el espectador acaba cayendo al vacío.