viernes, 17 de octubre de 2008

PRODUCTOS DE LA SOCIEDAD DE CONSUMO: DE OBJETOS DE DESEO A OBJETOS DE DESECHO

Risto es un gurú. El impertinente y prepotente miembro del jurado de Operación Triunfo me ha iluminado. Un día, movido por el morbo, me dispuse a presenciar el escarnio al que el publicista somete a los concursantes. Además les obsequió con la siguiente reflexión: “Sois todos productos de un supermercado y cada semana millones de personas entran en ese lineal para saber si os compran o no”. Al principio me pareció aborrecible la analogía entre personas y bienes de consumo pero luego caí en la cuenta: No sólo ellos son productos. Tú eres un producto. Yo soy un producto. Todos somos productos.


Lo de los Triunfitos no se le escapa a nadie. Productos de baja calidad, de usar y tirar, cuya vida útil no pasa de unos meses. Pero ¿y nosotros? ¿Podemos ser tan fácilmente cosificados como ellos? Absolutamente. Una de las características más determinantes de nuestra sociedad es la reducción de los sujetos a objetos.


La sociedad de consumo es cada vez más prevalente. Su filosofía y sus valores rigen nuestras vidas. Como denuncia el gran sociólogo Zygmunt Bauman, “consumir significa invertir en la propia pertenencia a la sociedad, lo que en una sociedad de consumidores se traduce como ser vendible”. Compro luego existo. Consumir es lo que nos identifica como miembros de la sociedad, lo que aumenta nuestro valor dentro de la misma y lo que mueve la economía y el sistema. La filosofía de la futilidad de Chomski es tan central en nuestras vidas que es casi imposible sustraerse a ella.


Nada ni nadie escapa a esta lógica mercantil. La caricatura de la fashion victim marcada como una res en todo lo que lleva puesto o del yuppie alardeando de símbolos fálicos en forma de coche deportivo o teléfono móvil de última generación son sólo la punta llamativa y chabacana del iceberg. Si nos fijamos en los anuncios que lleva esta revista nos daremos cuenta que el mercado también ha colonizado la espiritualidad y otros espacios interiores. Cursos, libros y todo tipo de productos que van del quiromasaje a la quiromancia y de la psicología gestalt o la reflexología podal nos hacen la misma promesa que el último perfume de Calvin Klein: son la solución de todos nuestros problemas. Hasta el agua bendita se vende: H2Om es una marca americana que, basándose en las investigaciones de Emoto, vende el líquido elemento cargado de buenas intenciones como salud, gratitud o poder de voluntad (sic). Y todo producto está sujeto a modas: Ayer era el budismo, hoy el sufismo, y mañana el gnosticismo. ¿Aún estás con la meditación Vipasana? Qué pasado estás. Hoy lo que se lleva es la Big Mind.

Pero la última vuelta de tuerca ha sido reconvertir al consumidor en producto. Si evaluamos los productos por su capacidad de aumentar nuestro valor de mercado, nos estamos considerando productos a nosotros mismos. Los miembros de la sociedad de consumo son a la vez mercader y mercancía, sujeto y objeto. Sujetobjetos puede ser un buen palabro para definirlos.


Probablemente el primer signo de esta tendencia fue el llamado marketing personal. Se trata de la aplicación de los principios del marketing al ámbito laboral. Quien más, quien menos se ha sentido mercancía cuando ha tenido que buscar trabajo. Pues bien, los teóricos de esta disciplina convierten dicha metonimia en deseable en base al razonamiento de que en un mercado de trabajo hipercompetitivo, es necesario diferenciarse y venderse apropiadamente, es decir, convertirse en un producto atractivo para los empleadores.


El imperativo del famoso gurú empresarial Tom Peters, Brand you! es fácilmente extrapolable a todos los ámbitos de nuestra vida. Todos anhelamos ser aceptados y, mejor todavía, deseados. Todos quisiéramos ser tan imprescindibles como Coca Cola, tan deseados como Ferrari o tan atractivos como Apple. Todos ansiamos ser un bien escaso por el que se peleen los demás.


El primer paso para triunfar como producto es mejorar nuestro packaging. No basta con llevar una ropa o un perfume determinado. El sujetobjeto debe aspirar a un cuerpo único y perfecto. Hoy un cuerpo sin tunear (mediante estética, tatuajes, piercings, etc.) empieza a ser signo de dejadez e inadecuación social. Y luego despotricamos de las costumbres bárbaras de las mujeres jirafa.


El segundo paso es publicitarnos adecuadamente. Todos tenemos blog, fotolog, o perfil colgado en algún sitio de Internet. Échenle un vistazo a las redes sociales de Internet (Badoo, Meetic, Myspace, Facebook, LinkedIn). Se trata de auténticos supermercados de personas en los que cada usuario expone sus mejores atributos.

En realidad, no estamos hablando más que de nuevas formas para las viejas estrategias de reclamo y apareamiento. Lo realmente novedoso de la reducción de la persona a producto es el vuelco que le da a las relaciones humanas asemejándolas cada vez más a relaciones mercantiles.


Si utilizamos estrategias de marketing para “vendernos”, es lógico que queramos recurrir a estrategias de consumo en nuestra interacción con los demás. Son mucho más atractivas las transacciones seguras y de responsabilidad reducida que tenemos como consumidores que las complejas y engorrosas relaciones humanas. De nuevo Internet es el ejemplo perfecto de esta nueva forma de socialización: miramos sin ser vistos, revelamos lo que nos interesa, tenemos el control. Sin riesgos ni molestas interacciones interpersonales definimos los criterios de nuestra pareja ideal y ya sólo queda esperar en la comodidad de nuestra habitación si la transacción se consuma. Si algo sale mal, te desconectas y punto. El anuncio televisivo más reciente de Meetic, la red de contactos sentimentales, se basa en una garantía de servicio muy clara: “Enamórate o te devolvemos el dinero”.


Otra de las características de las nuevas relaciones humanas es su precariedad. Si antes eran importantes valores como la durabilidad y nuestra relación con los objetos era a largo plazo, la modernidad líquida definida por Bauman se basa en el cambio incesante. Las citas de Heráclito "Todo cambia, nada es permanente" y "No te bañaras dos veces en el mismo río" nunca fueron más ciertas pues el capitalismo es una máquina entrópica que vive del cambio. El reloj que pasaba de padres a hijos como el bien más preciado, hoy es rápidamente desechado por obsoleto y anticuado y los álbumes de fotos familiares que se guardaban en el desván como preciados tesoros de la inmortalidad de nuestra estirpe hoy son sustituidos por archivos informáticos fácilmente borrables en el caso más que probable de que la familia se deshaga. Y es que con la misma asiduidad y desapego con que cambiamos de teléfono móvil cambiamos de familia o trabajo. Todo lo viejo no sirve, hay que tirarlo: las parejas, los padres, los empleados. La sociedad del deseo se está convirtiendo en la sociedad del desecho[1]. Los objetos de deseo devienen objetos de desecho con cada vez mayor rapidez. Nos desprendemos sin el menor miramiento de todo lo que ya no nos satisface. Y el hecho que las personas se hayan convertido en objetos de consumo nos exonera de cualquier responsabilidad hacia ellos. El superior puede despedir al subordinado y el novio dejar a la novia sin remordimiento alguno. En un mundo centrado en la espiral deseo-consumo-desecho no hay lugar para sentimentalismos. De hecho, bajo la nueva lógica, deshacerse de algo o alguien no debe lamentarse sino celebrarse como una oportunidad de nuevas experiencias, nuevos placeres y nuevas aventuras.


La desvalorización de la durabilidad acarrea el debilitamiento de las relaciones humanas, la fragilidad de los vínculos y la erosión de valores otrora tan importantes como la responsabilidad, la fidelidad y el compromiso. En un mundo tan individualista los lazos entre personas deben apretar lo menos posible (¿se imaginan a sus padres pronunciando la frase comodín de nuestros tiempos “necesito más espacio”). No es rentable invertir en la formación de los trabajadores o en su fidelización, cuando hay una cola de desempleados ávidos de un puesto de trabajo a sueldo inferior. De hecho, lo más fácil es cerrar la empresa directamente e ir a otro país donde los sueldos y los derechos de los trabajadores sean menores. Para qué tratar de arreglar una relación problemática si es más fácil y excitante buscar una nueva. El cambio (de pareja, de empleo, de lugar de residencia) ha pasado de ser considerado un signo de fracaso a algo aplaudido por lo que indica de flexibilidad, dinamismo o asertividad. Hoy nadie en sus cabales pronuncia en serio las palabras “hasta que la muerte nos separe”, del mismo modo que nadie espera un empleo de por vida. Y es que ni nuestra identidad es estable. Vivimos bajo la presión de reinventarnos constantemente a nosotros mismos. Hay que cambiar antes de que nos cambien por otro. Enterramos el yo pasado y renacemos bajo una nueva forma, con unos nuevos labios, un nuevo ordenador portátil y hasta una nueva familia desestructurada. Somos los hombres de las 1000 caras y las múltiples vidas.

Nuestros padres vivían en un eterno futuro. Deseaban posesiones que perduraran al paso del tiempo y pudieran pasar de generación en generación (símbolos de inmortalidad, que diría Wilber): terrenos, casas, joyas, etc. Siempre había que pensar en el mañana, un futuro tan huidizo que nunca llegaba: ahorraban para pagar el piso, luego el coche, luego los estudios de los niños y luego la vejez. El futuro les impedía disfrutar el presente. En nuestro caso, el cambio y la precariedad que nos rodean nos hace vivir en un eterno presente de perpetua insatisfacción y deseo insaciable. Algunos hasta tratan de enmascarar nuestro individualismo y egoísmo con ínfulas de espiritualidad mal entendida. El momento presente es lo único que importa. Carpe diem, caiga quien caiga. Ése es el secreto de la felicidad.


La trampa del sistema es que tras sus promesas de satisfacción y felicidad, su verdadero objetivo es nuestra insatisfacción. Un individuo satisfecho es indeseable por que para de consumir. Hay que tentarle constantemente con nuevos productos, nuevas experiencias, nuevas sensaciones. Nuestra felicidad es cada vez más elusiva y transitoria. El conformarnos con lo que tenemos (o lo que somos) es sinónimo de indolencia y pereza y, por ende, execrable. Somos como zombies hambrientos e insaciables. El sistema nos educa y entrena durante toda nuestra vida en esa forma de pensar y de actuar. Para ser atractivo y deseable, el sujetobjeto debe siempre aspirar a ser más y tener más.


La ventaja más clara de estos tiempos postmodernos es que tenemos más libertad que nunca. Tantas opciones entre las que escoger, tantas experiencias por tener. Si la felicidad es el equilibrio entre la libertad y el orden, la balanza se ha inclinado a favor de la libertad. Pero esa libertad también puede ser una cárcel. La libertad se ha convertido en la obligación de elegir. La presión de tener que elegir constantemente, la multiplicidad y fugacidad de los objetos de deseo, la incesante repetición de ensayos y errores son agotadores. El orden puede ser rutinario, asfixiante y aburrido. Pero el orden da seguridad y en el mundo actual hay pocas cosas que podamos considerar seguras y fiables. Vivimos con la Espada de Damocles sobre nuestras cabezas, sin saber qué nos depara el mañana. Tanta incertidumbre tiene su coste psicológico en forma de ansiedad, depresión y estrés. Nuestros viejos envidian la libertad de que gozamos y nosotros envidiamos la seguridad que tenían sus vidas. Si, como afirmaba Aristóteles, la virtud está en el término medio… ¿por qué nos vamos siempre a los extremos?


Todo cambia pero todo sigue igual. Siempre acabamos en la casilla de salida, listos para empezar una nueva partida. Al final el consumidor es consumido.



[1] Una de las acepciones de consumir, según la RAE, es destruir, extinguir. Bajo esta perspectiva resulta inquietante pensar qué vivimos en la sociedad de consumo.

7 comentarios:

Andreu dijo...

Marco Antonio .
Excelente POST .Con tu permiso lo paso a otros amigos ...,

Andreu

Anónimo dijo...

"El capitalismo es una máquina entrópica que vive del cambio"... i l'acumulació per despossessió.
Respecte del que dius de la llibertat vers l'ordre, David Harvey descriu això mateix a "Breve Historia del Neoliberalisme". Vos ho recoman.
Vaja, que estit d'acord en tot!
Combatre el consumisme és la prioritat per resoldre el deteriorament ambiental i social.
Enhorabona i Salut! :-)

Anónimo dijo...

Muy buen artículo Marco.

Saludos.

Anónimo dijo...

al final me tomé la pastilla roja...
Muy bueno

Catarina dijo...

Y bien,somos muy autocríticos pero... ¿Quién quiere ser el primer hamster en saltar de la rueda? No despilfarro, consumo para vivir, reciclo, tengo conductas ecologistas y respetuosas con los demás y no estoy siempre en el escaparate. No salgo de casa pensando a quién voy a tener que pisar hoy para mantener mi status... Sé que hay más personas como yo pero a la vista está que no somos suficientes, que no hacemos suficiente.

Marco A. Robledo dijo...

Sin duda no somos suficientes, pero cada día somos más. Por lo menos no perdamos la esperanza.

Anónimo dijo...

Hola, Marco

Acabo de descubrir tu blog y empecé por este post, a todas luces lúcido.
Con tu permiso, voy a "linkearte"...

En cuanto a eso de que somos pocos, si me hacen un lugarcito, me sumo... Después de todo, tenemos alguna rareza en común :)

Saludos.